domingo, 15 de mayo de 2011

Paula Logares tenía ocho años cuando fue una de las primeras nietas recuperadas

“Esas mujeres eran locas y sus hijos tirabombas”

Su abuela Elsa la ubicó en poder de los apropiadores en 1982, pero recién logró que Paula recuperara su identidad en 1987. Con ella se utilizaron por primera vez las pruebas de ADN que finalmente se convirtieron en una herramienta indiscutible.

 Por Alejandra Dandan

Paula Logares tiene un recuerdo antiguo de las playas de Mar del Plata, de haber estado una o dos veces ahí. En esas playas aparece una escena, la imagen de los aplausos de la gente. Cree que alguna vez preguntó a quienes suponía sus padres qué es lo que hacía esa gente. Que en ese momento le explicaron que los aplausos eran porque un niño se había perdido, y eran señales para buscar a la familia. “No me acuerdo bien –dice Paula ahora, miles de años después–, pero creo que en ese momento, yo misma, entonces, fragüé una pequeña perdidita, creo que fue así.”

Hubo otras dos veces en las que intentó perderse como si intuyera algo de su historia y de un padre que era subcomisario de la brigada de San Justo y, aún bajo la dictadura, aparecía con autos de la Mercedes Benz porque estaba contratado por la compañía. Una vez sucedió en el patio, cuando se quedó mirando una puerta pequeña convencida de que podía llevarla a algún lado. Otra vez ocurrió cerca del Obelisco. Quien hacía de madre entró a un hotel, ella se quedó atrás, imaginó qué pasaría si no la seguía. Lo hizo. No la siguió. Caminó unos metros en dirección contraria hasta que de repente sintió que su apropiadora la agarraba de los brazos.

“Me parece interesante marcar esto de que yo no estaba tan cómoda ahí, desde la perspectiva de una nena”, dice Paula. “Yo les decía papá y mamá a ellos pero era como si eso no fuese natural, como si yo estuviese de alguna manera enajenada, viviendo una situación sin vivirla y aun así es como que podía ver los roles de cada uno, tal vez algo que para una criatura no es habitual.”

A Paula la secuestraron a los 23 meses de edad. El 18 de mayo de 1978 en Uruguay una patota se la llevó con su madre Mónica Grinspon y su padre Claudio Logares. Era un día feriado, ellos bajaban de un colectivo y subían a otro camino al parque Rodó. Paula estuvo los siguientes seis años con los apropiadores: Raquel Teresa Mendiondo y Rubén Lavallén, el subcomisario de San Justo. Su abuela Elsa Pavón caminó todos esos años para encontrarla. La vio una vez cuando Paula había cumplido seis años, pero cuando quiso volver a verla los Lavallén habían dejado la casa. Las dos contaron la historia en las audiencias por el plan sistemático de robo de bebés. Elsa habló tres horas. Lloró la sala, los abogados y tres de los cuatro jueces del Tribunal Oral Federal 6 que no sabían cómo taparse la cara. La mujer habló de esa lógica siniestra del “acá está” y “acá no está” que reproducen las vueltas de una calesita. Y mientras lo hacía, y revivía cada aparición y desaparición, dijo lo que respondió cuando estaba a punto de encontrarla: “Y si me dicen finalmente que no es ella, no importa: al otro día me pongo los zapatos y empiezo otra vez”.
La reconstrucción de Paula

Paula está convencida de que Lavallén conoció a sus padres porque pasaron por el centro clandestino de la Brigada de San Justo. Los Lavallén la anotaron como hija biológica con dos años menos de edad, como si hubiese nacido más tarde.

Una vez, dice, escuchó en televisión una especie de juego en el que decían: socorro y auxilio. “Me acuerdo que con Lavallén nos pusimos a jugar en la calle, íbamos caminando y cuando él me agarraba yo empezaba a gritar socorro y auxilio. Era un juego –dice–, pero hoy lo miro distinto: creo que hay juegos y juegos y uno no se pone a jugar así, a pedir socorro y auxilio en la calle porque sí.”

Dicen que sus apropiadores no pudieron cambiarle el nombre. Que cuando llegó a la casa Paula lo repetía constantemente. “Del nombre yo no me acuerdo tanto –dice Paula–, pero sí de un juego que se repetía. Un día estaba ella, Raquel, y una especie de vecina en el departamento y me dicen: ‘A ver, hoy jugamos a que te llamás de tal manera’. Yo en esos momentos me recostaba en la cama, daba vueltas y cuando me insistían era como si me cansara y me iba a jugar a otra parte.”

Años más tarde, ya en casa de su abuela, Paula le preguntó si tenía su ropa de bebé. Habían pasado pocos días desde la recuperación, Paula la estaba midiendo. Ante una imagen de las rondas de las Madres por televisión, ya le había dicho a su abuela que esas mujeres eran locas y los hijos tirabombas. Ahora pedía la ropa. Elsa se la dio. Paula le dijo que una vez también se la había pedido a su apropiadora. La primera vez, la mujer le dijo que no la tenía porque la había donado a los chicos pobres. La segunda vez le dijo lo mismo, pero le preguntó si era egoísta. La tercera vez, le dijo egoísta y le dio una cachetada.

Paula no se acuerda. “Siempre me acuerdo que él le pegaba a ella en general en el baño –dice–, aunque alguna vez lo hizo delante mío. Me acuerdo que ella me pegó una vez, y es más, yo siempre pensé que era la única: yo tiré un plato de porcelana, tendría cerca de ocho años, y sólo me acuerdo que la miré y no volvió a pegarme.”
La búsqueda

Elsa buscó y buscó. Su consuegro le dijo una vez: “¿Se miró al espejo, Elsa?”. O: “¿Vio en qué estado está?”. Le sugirió que dejase la búsqueda, que a lo mejor su nieta ya estaba con otra familia: “¿Y usted qué va a hacer? ¿Va a volver a sacarle a los padres?”. Elsa respondió con lo que iba a decir siempre: que iba a seguir, que ésos no eran los padres.

Con el tiempo, Abuelas tuvo fotos de los Lavallén por una vecina que escuchó una discusión. Elsa vio a Paula en la puerta de la casa, pero cuando intentó volver encontró un cartel de alquiler con el departamento vacío. Dos años después, con la apertura democrática y los murales de Abuelas en las calles, alguien aportó otro dato. Paula estaba ahora a cuatro cuadras de Chacarita. Elsa viajó todos los días desde Banfield a comprar verduras frente a la casa. La primera vez que la vio entró en shock porque su nieta tenía un guardapolvo de preescolar cuando debería haber tenido uno de primaria. Elsa no sabía de la inscripción de nacimiento retrasada ni de lo que después los psicólogos le explicaron como estrés de guerra: desde el secuestro, Paula había empezado a tener retrasos de crecimiento.

Un día siguió a un micro, y supo dónde estaba la escuela. Otro día le pidió a su marido que se acerque a la niña para preguntarle nombre y apellido para la denuncia. Cuando su marido se topó con la niña tuvo la impresión de que ella estuvo a punto de decirle “abuelo”. “Mi abuela me contó eso después, pero yo tengo presente otra escena –dice Paula–: tengo el registro de gente que me miraba, y un día hubo alguien que me llama la atención y entonces me acuerdo de haber mantenido la mirada, era la hora de la salida de la escuela, yo iba camino al micro. Yo miro, sostengo la mirada pero no de forma desafiante sino como para ver qué pasaba”.

Paula después supo que ése era su abuelo. Que ese día se quedó preocupado porque no sabía si ella había reconocido en forma instintiva algún detalle y que pudiera decir algo en la casa.

Luego de las búsquedas, llegó la denuncia. Hubo jueces que hicieron todo lo posible para retrasar el encuentro. No ordenaron allanamientos, no permitieron los exámenes con los que pese a la diferencia de edad entre las dos Paulas se podía saber si era o no. Cuando el dato finalmente estuvo, hubo quien no quiso entregar a la niña hasta que no resolviera la cuestión de fondo de la causa. Paula finalmente conoció a su abuela en diciembre de 1987, fue la primera nieta restituida por ADN. El juez Andrés D’Alessio de la Cámara de Casación las presentó: “El lugar era como un castillo con sillones enormes y había una mesa ratona. Me acuerdo que me presentan a mi abuela y yo daba vueltas alrededor de la mesa porque no quería entrar en contacto con ella, ella se sienta y me muestra unas fotos de cuando yo era chica, una a upa de mis padres y otra donde estaba yo de beba. Lo que sucedió en ese momento es que en una de esas fotos yo me reconozco, me doy cuenta de que era yo, porque era una foto igual a las primeras que me habían sacado en la otra casa, pero miro y en ese momento no dije nada, y no dije nada por mucho tiempo, tal vez se lo dije años después”.

Paula tenía ocho años. “Eso era por el escepticismo que yo tenía, creo que me manejaba un poco así, desconfiaba. De pronto no sé muy bien cómo pero estoy llorando y me agarra sueño, y no era natural. Quería dormirme, como si necesitara descansar, pero no me animaba porque no estaba segura dónde hacerlo. Ahí había una asistente social. Me acuerdo que me dijo que me duerma tranquila, que ella me daba un anillito que tenía: ‘Vos te dormís con el anillo y cuando te despertás me lo das’. Yo le dije que no, y le pedí el otro anillo que tenía en la mano porque me imaginaba que si no me lo había ofrecido era porque tenía más valor.”
Un mensaje a los otros chicos

En casa de los abuelos, nunca pidió ver a los Lavallén. No quiso verlos. Una vez, un juez la obligó a sentarse nuevamente frente a ellos. Paula le preguntó a él qué había hecho con sus padres. Lavallén le dijo: “¡Cómo! ¡Yo soy tu padre!”. Le gritó a su apropiadora por qué la había engañado. La mujer no respondió, dio media vuelta y se fue llorando.

En Banfield, recuperó el modo normal de crecimiento. No tuvo más pesadillas.

En la audiencia no habló de Noble Herrera, pero les envió un mensaje. “Como nos arrancaron a nosotros de nuestras familias, ahora hay una obligación del Estado de ocuparse de cada uno porque podés querer a tu familia de crianza pero vos también tenés que saber que tenés tus padres y que no te abandonaron.”

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