La abuela Buscarita Roa cuenta la historia de su hijos José Poblete y su nieta Claudia
El caso de su nuera y su hijo, quien a los 16 años sufrió un accidente en el que perdió las piernas, fue en el que se declaró la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad.
Por Alejandra Dandan
La sala quedó en silencio completo. En ese momento, Buscarita Roa nombró al ex juez Gabriel Cavallo. “Yo tuve la suerte de caer en el despacho de Gabriel Cavallo: ¡fue lo máximo para nosotras! Le pregunta a mi nieta si quiere sacarse sangre y ella le dice: ‘¿Y si me niego qué pasa?’ Y él le dice: ‘No te podes negar porque eso es lo que tenemos más claro para que llegues a la verdad y sepas qué sos’. Realmente ahora quisiera preguntarle al juez Cavallo por qué no se pone la mano en el corazón y le dice a Marcela y a Felipe: ‘Ustedes tienen que hacerse el ADN para saber de una vez por todas quiénes son’; porque está con la señora de Noble pero tendría que hablar con los chicos para decirles ustedes van a saber la verdad verdadera de quiénes son.”
Buscarita es la abuela de Claudia Poblete, la hija de su hijo José Poblete y de Gertrudis Hlaczik. Cuando se casó Claudia hizo una fiesta de la que sólo participaron los apropiadores, porque su abuela le dijo que el agua y el aceite no pueden mezclarse. Recién años después de mucha charla, mucha presencia y luego de un perro de regalo, pudo levantarse un día de un sillón para darle por primera vez un abrazo a su abuela.
“Pasaron seis años –dijo Buscarita– y un día estábamos sentadas en un sillón, ella al lado mío. Hablábamos. De pronto ella se para, me toma las manos y nos dimos el primer abrazo... Pero un abrazo muy grande... Estuvimos mucho rato abrazadas y ella me dijo: ‘Te quiero, abuela’. Y yo también, así es como empezamos a tener un lazo de familia.” Claudia se levantó días después para contarle que había soñado con su padre, con la edad que tendría él en ese momento, con canas, anteojos, sentados los dos frente a una computadora. “Abuela –le dijo–, yo no me quería despertar, quería seguir viendo a mi papá.” Y le habló del recuerdo de una silla, una imagen, en la que ella giraba y giraba con los pies cruzados, despegados del piso, como tantas veces, a pesar de que no lo sabía, había estado sentada, jugando, sobre el cuerpo lisiado de su padre.
La historia
Buscarita no dejó de hablar durante dos horas en la audiencia alentada por pocas preguntas del fiscal Martín Niklison durante el juicio por el plan sistemático de apropiación de niños, hijos de desaparecidos. Habló de Chile, donde vivieron hasta 1973 y luego del secuestro. “Yo me entero el día 28 de noviembre de 1978 muy temprano, a la mañana, porque mi nuera había pasado por casa la noche antes, vivían a dos cuadras, en Guernica, y al otro día mi hija iba a acompañarla al médico para los controles de la nena, que había cumplido ocho meses.” Cuando llegaron a la casa estaba todo destruido. “No había casi nada de lo que tenían y una vecina del frente me dijo por el visillo de la ventana que fuera, que por favor no dijera nada, pero que escuchó un auto negro y me dijo que a mi nuera la sacaron de la casa de los pelos porque se resistía con la nenita en brazos envuelta en una sábana.” La gente tenía mucho miedo, dijo Buscarita. “En mi desesperación no sabía qué hacer, agarré a mis hijos más chicos, los llevé a la casa de una amiga, cerré toda mi casa y empecé a visitar las comisarías.”
Buscarita no ignoraba que su hijo militaba: “El tenía 9 años y ya participaba en el colegio; a los 10 o 12 años era presidente del centro de alumnos, yo no podía ignorarlo, incluso un profesor una vez me dijo: ‘Señora, tenga mucho cuidado con su hijo porque tiene inclinaciones políticas’, aunque más bien me dijo ‘zurdas’, y yo le respondí que mi hijo escribe con la derecha”.
Juan era Pepe entre sus amigos. Hacía trabajos de solidaridad en el barrio en Chile, como después de 1973 lo haría en Buenos Aires con los curas del tercer mundo. “Me pedía jabón y toallas para lavarles las manos a los chicos, empezaron a dar clases en un centro comunitario.” Alguna vez todo el barrio habló con el alcalde para que lo nombren presidente de la Junta Vecinal, pero el hombre se negó definitivamente porque que era demasiado niño. “Eran tantas las cosas que se le ocurrían hacer –dijo su madre– que la gente no lo veía como un niño.”
A los 16 años un tren le cortó las piernas arriba de las rodillas. “Yo pensé que había terminado la vida de mi hijo, pero me equivoqué, porque cuando fui al hospital me dijo: ‘Voy a ser el primer hombre que va a correr con piernas ortopédicas’.”
Los fantasmas
Pepe se mudó a Buenos Aires para estudiar medicina y ponerse las piernas ortopédicas. En el Instituto de Lisiados conoció a Gertrudis entre los voluntarios y con sus compañeros formó la agrupación de Lisiados Peronistas por la Liberación. Después viajó caminando, volvió a incorporarse a Montoneros y entró en la clandestinidad. Cuando lo secuestraron, trabajaba en Alpargatas, vendía en un tren, tenía a su hija y había alquilado la casa de Guernica.
“Me llamaba por teléfono y me citaba en lugares inhóspitos, yo viajaba con una vianda con sánguches; cuando pasaron a estar clandestinos mi sufrimiento era grande. Yo me preguntaba: ¿cómo hace sin las piernas?, ¿con bastones, en silla de ruedas? Porque yo veía que él no quería decirme dónde estaba.”
“Después del secuestro la vida cambió totalmente, quedamos quebrados, todo fue difícil. No había forma de saber qué iba a pasar.” Buscarita ya vivía en Buenos Aires, trabajaba en el Ministerio de Planeamiento como supervisora de Mantenimiento en un piso con los militares. “Siempre digo que yo apenas entraba al trabajo dejaba mis problemas afuera: sonreía, hablaba con mis compañeros para que nadie se diera cuenta y cuando salía iba a buscar a mi hijo por todos los lugares habidos o por haber.”
Su consuegra Ana –que después se suicidó– un día recibió una llamada de su hija. Gertrudis preguntó dónde estaba su hija. “Creo que durante un tiempo pensamos que la tenía una de las dos, pero cuando llamó dijimos: ‘¿Ahora qué vamos a hacer? Tenemos que buscarla’. Si dicen que ellos no la tienen, entonces dónde está. Entonces fue cuando yo me acerco a Plaza de Mayo porque veo mucha gente con pañuelos blancos haciendo la ronda.”
Buscarita se acuerda de que cuando una de las madres le dio un pañuelo intentó taparse completamente la cara. “Tenía mucho miedo: ¿qué pasaba si me veían del trabajo?, ¿qué iba a ser de mis hijos? Yo tenía seis hijos más.”
A través de los sobrevivientes supieron que Pepe y Gertrudis estuvieron en El Olimpo. “A mi hijo le hicieron cosas terribles –explicó–: Hacían una pirámide de personas y desde arriba lo tiraban porque no tenía sus piernas, a ella la arrastraban desnuda de los pelos; el Turco Julián, que quisiera que se pudra en la cárcel.”
Claudia estuvo poco tiempo con sus padres en el centro clandestino. La niña fue apropiada por el coronel Ceferino Landa. Dicen que adentro de El Olimpo, Landa preguntó por la niña y el Turco Julián le dijo que se la llevara, porque en poco tiempo los padres iban a ser comida para los pescaditos. “Yo siempre tuve la esperanza de encontrar a mi hijo, cada vez que volvía del trabajo y veía gente en la puerta de casa pensaba que eran ellos que habían llegado, pero pasaron quince años y después de ese tiempo no tuve más esperanza, pero sí sabía que iba a encontrar a mi nieta, eso nunca me lo saqué de la cabeza.”
El caso de su nuera y su hijo, quien a los 16 años sufrió un accidente en el que perdió las piernas, fue en el que se declaró la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad.
Por Alejandra Dandan
La sala quedó en silencio completo. En ese momento, Buscarita Roa nombró al ex juez Gabriel Cavallo. “Yo tuve la suerte de caer en el despacho de Gabriel Cavallo: ¡fue lo máximo para nosotras! Le pregunta a mi nieta si quiere sacarse sangre y ella le dice: ‘¿Y si me niego qué pasa?’ Y él le dice: ‘No te podes negar porque eso es lo que tenemos más claro para que llegues a la verdad y sepas qué sos’. Realmente ahora quisiera preguntarle al juez Cavallo por qué no se pone la mano en el corazón y le dice a Marcela y a Felipe: ‘Ustedes tienen que hacerse el ADN para saber de una vez por todas quiénes son’; porque está con la señora de Noble pero tendría que hablar con los chicos para decirles ustedes van a saber la verdad verdadera de quiénes son.”
Buscarita es la abuela de Claudia Poblete, la hija de su hijo José Poblete y de Gertrudis Hlaczik. Cuando se casó Claudia hizo una fiesta de la que sólo participaron los apropiadores, porque su abuela le dijo que el agua y el aceite no pueden mezclarse. Recién años después de mucha charla, mucha presencia y luego de un perro de regalo, pudo levantarse un día de un sillón para darle por primera vez un abrazo a su abuela.
“Pasaron seis años –dijo Buscarita– y un día estábamos sentadas en un sillón, ella al lado mío. Hablábamos. De pronto ella se para, me toma las manos y nos dimos el primer abrazo... Pero un abrazo muy grande... Estuvimos mucho rato abrazadas y ella me dijo: ‘Te quiero, abuela’. Y yo también, así es como empezamos a tener un lazo de familia.” Claudia se levantó días después para contarle que había soñado con su padre, con la edad que tendría él en ese momento, con canas, anteojos, sentados los dos frente a una computadora. “Abuela –le dijo–, yo no me quería despertar, quería seguir viendo a mi papá.” Y le habló del recuerdo de una silla, una imagen, en la que ella giraba y giraba con los pies cruzados, despegados del piso, como tantas veces, a pesar de que no lo sabía, había estado sentada, jugando, sobre el cuerpo lisiado de su padre.
La historia
Buscarita no dejó de hablar durante dos horas en la audiencia alentada por pocas preguntas del fiscal Martín Niklison durante el juicio por el plan sistemático de apropiación de niños, hijos de desaparecidos. Habló de Chile, donde vivieron hasta 1973 y luego del secuestro. “Yo me entero el día 28 de noviembre de 1978 muy temprano, a la mañana, porque mi nuera había pasado por casa la noche antes, vivían a dos cuadras, en Guernica, y al otro día mi hija iba a acompañarla al médico para los controles de la nena, que había cumplido ocho meses.” Cuando llegaron a la casa estaba todo destruido. “No había casi nada de lo que tenían y una vecina del frente me dijo por el visillo de la ventana que fuera, que por favor no dijera nada, pero que escuchó un auto negro y me dijo que a mi nuera la sacaron de la casa de los pelos porque se resistía con la nenita en brazos envuelta en una sábana.” La gente tenía mucho miedo, dijo Buscarita. “En mi desesperación no sabía qué hacer, agarré a mis hijos más chicos, los llevé a la casa de una amiga, cerré toda mi casa y empecé a visitar las comisarías.”
Buscarita no ignoraba que su hijo militaba: “El tenía 9 años y ya participaba en el colegio; a los 10 o 12 años era presidente del centro de alumnos, yo no podía ignorarlo, incluso un profesor una vez me dijo: ‘Señora, tenga mucho cuidado con su hijo porque tiene inclinaciones políticas’, aunque más bien me dijo ‘zurdas’, y yo le respondí que mi hijo escribe con la derecha”.
Juan era Pepe entre sus amigos. Hacía trabajos de solidaridad en el barrio en Chile, como después de 1973 lo haría en Buenos Aires con los curas del tercer mundo. “Me pedía jabón y toallas para lavarles las manos a los chicos, empezaron a dar clases en un centro comunitario.” Alguna vez todo el barrio habló con el alcalde para que lo nombren presidente de la Junta Vecinal, pero el hombre se negó definitivamente porque que era demasiado niño. “Eran tantas las cosas que se le ocurrían hacer –dijo su madre– que la gente no lo veía como un niño.”
A los 16 años un tren le cortó las piernas arriba de las rodillas. “Yo pensé que había terminado la vida de mi hijo, pero me equivoqué, porque cuando fui al hospital me dijo: ‘Voy a ser el primer hombre que va a correr con piernas ortopédicas’.”
Los fantasmas
Pepe se mudó a Buenos Aires para estudiar medicina y ponerse las piernas ortopédicas. En el Instituto de Lisiados conoció a Gertrudis entre los voluntarios y con sus compañeros formó la agrupación de Lisiados Peronistas por la Liberación. Después viajó caminando, volvió a incorporarse a Montoneros y entró en la clandestinidad. Cuando lo secuestraron, trabajaba en Alpargatas, vendía en un tren, tenía a su hija y había alquilado la casa de Guernica.
“Me llamaba por teléfono y me citaba en lugares inhóspitos, yo viajaba con una vianda con sánguches; cuando pasaron a estar clandestinos mi sufrimiento era grande. Yo me preguntaba: ¿cómo hace sin las piernas?, ¿con bastones, en silla de ruedas? Porque yo veía que él no quería decirme dónde estaba.”
“Después del secuestro la vida cambió totalmente, quedamos quebrados, todo fue difícil. No había forma de saber qué iba a pasar.” Buscarita ya vivía en Buenos Aires, trabajaba en el Ministerio de Planeamiento como supervisora de Mantenimiento en un piso con los militares. “Siempre digo que yo apenas entraba al trabajo dejaba mis problemas afuera: sonreía, hablaba con mis compañeros para que nadie se diera cuenta y cuando salía iba a buscar a mi hijo por todos los lugares habidos o por haber.”
Su consuegra Ana –que después se suicidó– un día recibió una llamada de su hija. Gertrudis preguntó dónde estaba su hija. “Creo que durante un tiempo pensamos que la tenía una de las dos, pero cuando llamó dijimos: ‘¿Ahora qué vamos a hacer? Tenemos que buscarla’. Si dicen que ellos no la tienen, entonces dónde está. Entonces fue cuando yo me acerco a Plaza de Mayo porque veo mucha gente con pañuelos blancos haciendo la ronda.”
Buscarita se acuerda de que cuando una de las madres le dio un pañuelo intentó taparse completamente la cara. “Tenía mucho miedo: ¿qué pasaba si me veían del trabajo?, ¿qué iba a ser de mis hijos? Yo tenía seis hijos más.”
A través de los sobrevivientes supieron que Pepe y Gertrudis estuvieron en El Olimpo. “A mi hijo le hicieron cosas terribles –explicó–: Hacían una pirámide de personas y desde arriba lo tiraban porque no tenía sus piernas, a ella la arrastraban desnuda de los pelos; el Turco Julián, que quisiera que se pudra en la cárcel.”
Claudia estuvo poco tiempo con sus padres en el centro clandestino. La niña fue apropiada por el coronel Ceferino Landa. Dicen que adentro de El Olimpo, Landa preguntó por la niña y el Turco Julián le dijo que se la llevara, porque en poco tiempo los padres iban a ser comida para los pescaditos. “Yo siempre tuve la esperanza de encontrar a mi hijo, cada vez que volvía del trabajo y veía gente en la puerta de casa pensaba que eran ellos que habían llegado, pero pasaron quince años y después de ese tiempo no tuve más esperanza, pero sí sabía que iba a encontrar a mi nieta, eso nunca me lo saqué de la cabeza.”
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