“Ver a la nena fue un shock”
La abuela de la primera nieta recuperada en democracia detalló la historia de la búsqueda que empezó en 1978, cuando desaparecieron su hija y su yerno en Uruguay. La intervención del vicario castrense Emilio Graselli para que se olvidara del tema.
Por Alejandra Dandan
La fiscalía le hizo sólo una pregunta. A partir de ese momento, Elsa Pavón no paró de hablar durante tres horas seguidas, mientras en la sala sólo se escuchaba el ruido de los llantos que iban acompañando esa reconstrucción demencial de la búsqueda de su nieta. A Paula Logares se la habían llevado con sus padres cuando tenía 22 meses, le cambiaron todo, pero no le pudieron cambiar el nombre. “Paula, Paula, Paula”, decía todo el tiempo cuando llegó a la casa de los apropiadores y su abuela, años más tarde, cuando ya la había localizado pero no podía ni siquiera acercarse, cuando la miraba aparecer y desaparecer en la puerta de una casa, corrió un día desesperada a hablar con los abogados de Abuelas de Plaza de Mayo: “¿Cómo puede ser posible que ella con menos de dos años haya podido defender su nombre –les dijo– y todos nosotros, adultos, con todos los que somos, no podemos ni siquiera defenderla a ella?”.
La hija de Elsa era Mónica Grinspon, se casó con Claudio Logares, los dos estudiantes de Agronomía y militantes de Montoneros. En 1977, después de un paso por Mar del Plata, se instalaron en Uruguay con Paula mientras escapaban de la dictadura argentina. Ahí hacían los papeles de residencia, y juntaban algún dinero para inscribirse en un programa de viviendas. “En el año ’78, las cartas que yo mandaba llegaban abiertas a manos de ellos; las que ellos mandaban a mi casa, no, así que evidentemente estaban siguiéndolos.” El 18 de mayo de 1978 era un día de fiesta en Uruguay. “La nena estaba pidiendo que quería ir al parque, decidieron llevarla. Para ir al parque Rodó tenían que tomar dos colectivos. Cuando bajan de uno para subirse a otro, los rodean tres coches, los encapuchan, a mi yerno lo suben a un auto y a mi hija y a mi nieta los ponen en otro.”
La búsqueda
Elsa viajó a Uruguay. Viajó con su consuegro Ernesto José Logares, viajó sola. Para el Mundial, creyeron que la detención podía ser transitoria. Los buscaron en cárceles, pasaron por el departamento de los hijos, donde no estaban los dólares que ellos guardaban para la casa. Tampoco estaba la valija con la ropa de Paula que Mónica tenía abajo de una cama. En Buenos Aires buscó sacerdotes y monjas que trabajaban con presos en Uruguay. Vio al vicario castrense Emilio Graselli, que llegó a decirle que se olvidara de su hija: “Usted vio cómo es esto, señora”, dijo Graselli. “Agarran un Hércules, se vienen entre gallos y medianoche; cuando lleguen acá yo le llevo a la nena, pero olvídense de los padres.” Perfecto, dijo ella. Y llamó una vez por semana: “Para Graselli, Paula era la uruguayita, siempre me decía: ‘No tengo noticias’, hasta que un buen día dejé de llamar”.
Hizo igual en Buenos Aires. Recorrió colegios, hospitales. Una vez llegó a La Plata, en un juzgado se encontró con las primeras Abuelas de Plaza de Mayo, entre las que estaban María Isabel Chorobick de Mariani y Licha de la Cuadra. La invitaron a sumarse a una audiencia, le dijeron que sola no iba a llegar a ningún lado.
Algunas abuelas se camuflaron de inquilinas para averiguar el lugar en donde vivía Paula. Su abuela, durante un año y medio, no estuvo en la casa, sino haciendo rondas en torno de la casa nueva, que estaba a unas cuadras de Chacarita. Viajaba todos los días desde Banfield: “Venía a Chacarita a hacer las compras cotidianas, justo frente a la casa había una verdulería; los abogados me pedían datos: datos físicos, partida de nacimiento, nombre y apellido, un montón de cosas, y nosotros sólo sabíamos que se llamaba Paula y la apropiadora era Raquel Teresa Mendiondo”.
Así la vio por primera vez: “Y ver a la nena la primera vez fue un shock”, dijo. “Porque era idéntica a mi hija a los siete años, pero con un guardapolvo preescolar cuando tenía que estar en primaria.” ¿Pero qué pasa?, se preguntó. ¿Entonces, no es ella? Una de sus cuñadas viajó para hacer el chequeo. Cuando pasó por al lado, la reconoció y pegó un grito tan fuerte que Paula se metió adentro de la casa.
Un dato a rescatar era el colegio. Elsa se aprendió los números de la patente del micro. Un día lo siguió, pero terminó atrás de otro. Después, le faltaba lo más difícil, dijo: confirmar el apellido. Le pidió a su marido que lo hiciera. Y encontraron una situación sencilla. Ese día, Paula subía y bajaba del micro.
“¡Te vas a caer! –le dijo él–. ¡Te digo que te vas a caer!”
Ella se cayó, se golpeó y él se sentó con ella en el asiento del micro: “Mirá –le dijo el marido–, si en ese momento me decía abelo, se me caían los pantalones”, porque así lo llamaba Paula a los dos años. El apellido, por fin, lo encontró una de sus hijas un día camino a la escuela. Ella se acercó a Paula, le preguntó el nombre y después el apellido. Paula se lo dijo. “En ningún momento me miró –dijo esa chica”–, todo el tiempo miró el suelo, pero contestó serenamente como si hubiese sabido lo que significaba eso para ella.” Cuando tuvieron el nombre, “yo hablé con mis abogadas, y les dije: ‘No soporto más no hablarle, no poder decir nada, así que ahora quisiera verla frente a un juez, ya no me pidan más, tienen todo lo que me pidieron, así que no me acerco más’”.
La recuperación
Para la recuperación faltó mucho y pasó mucho. El 13 de diciembre de 1984, las Abuelas hicieron la primera denuncia, pero para que el juez ordenara el allanamiento, Chicha Mariani tuvo que decirle que, si pasaba algo con la niña, la responsabilidad iba a ser suya.
Cuando tuvieron los papeles, se dieron cuenta de que la niña estaba inscripta con dos años menos. Que para probar que era quien ellas decían que era se necesitaban radiografías y placas odontológicas. Los jueces no las hicieron. Tuvieron que esperar la designación de un nuevo juez para avanzar, y cuando lo lograron se dieron cuenta de que el apropiador había conseguido que los peritos del Cuerpo Médico Forense replicaran su mapa genético. Paula tenía un “estrés de guerra”, algo que le había hecho retardar el crecimiento por el golpe traumático. Tenía problemas de relación con los niños de preescolar y su único vínculo era con una niña discapacitada de su edificio. En junio de 1984, se hizo las muestras de sangre en el Durán con las nuevas tecnologías de ADN. Fue la primera nieta recuperada con esa identificación. Pese al resultado, el juez de la primera instancia les aseguró que no se las iba a devolver hasta que no se resolviera la cuestión de fondo. El 12 de diciembre de ese año la restitución la hizo la Cámara de Casación. Elsa se sentó por primera vez al lado de Paula para decirle que era su abuela: “¡Vos no sos nada mío, yo no te conozco!”, le descargó Paula.
–Soy tu abuela, te estuve buscando todos estos años.
–Es mentira –le dijo Paula–: vos estás loca y lo que querés es romper nuestro hogar y jodernos la vida a nosotros.
–¿Sabés cómo se llamaba tu mamá? –le dijo después, y empezó a contarle la historia. Elsa dijo que Paula se puso a llorar, y se durmió durante hora y media. Que después no lloró más. Y que lloró felizmente a los quince días. Que una vez le pidió la ropa de ella, de cuando era chica. Que Elsa se la dio. Que Paula le dijo entonces que una vez se la pidió a su apropiadora. Que ella le había dicho que no la tenía, que se la había dado a los chicos pobres. Que se lo preguntó otra vez. Y le dijo “egoísta”. Y se lo preguntó otra vez más. Y ahí le dijo “egoísta”, y le pegó una cachetada.
Mientras salía del juzgado les hizo prometer a sus abuelos una cosa: que iban a comprarle el Billiken todos los lunes.
La abuela de la primera nieta recuperada en democracia detalló la historia de la búsqueda que empezó en 1978, cuando desaparecieron su hija y su yerno en Uruguay. La intervención del vicario castrense Emilio Graselli para que se olvidara del tema.
Por Alejandra Dandan
La fiscalía le hizo sólo una pregunta. A partir de ese momento, Elsa Pavón no paró de hablar durante tres horas seguidas, mientras en la sala sólo se escuchaba el ruido de los llantos que iban acompañando esa reconstrucción demencial de la búsqueda de su nieta. A Paula Logares se la habían llevado con sus padres cuando tenía 22 meses, le cambiaron todo, pero no le pudieron cambiar el nombre. “Paula, Paula, Paula”, decía todo el tiempo cuando llegó a la casa de los apropiadores y su abuela, años más tarde, cuando ya la había localizado pero no podía ni siquiera acercarse, cuando la miraba aparecer y desaparecer en la puerta de una casa, corrió un día desesperada a hablar con los abogados de Abuelas de Plaza de Mayo: “¿Cómo puede ser posible que ella con menos de dos años haya podido defender su nombre –les dijo– y todos nosotros, adultos, con todos los que somos, no podemos ni siquiera defenderla a ella?”.
La hija de Elsa era Mónica Grinspon, se casó con Claudio Logares, los dos estudiantes de Agronomía y militantes de Montoneros. En 1977, después de un paso por Mar del Plata, se instalaron en Uruguay con Paula mientras escapaban de la dictadura argentina. Ahí hacían los papeles de residencia, y juntaban algún dinero para inscribirse en un programa de viviendas. “En el año ’78, las cartas que yo mandaba llegaban abiertas a manos de ellos; las que ellos mandaban a mi casa, no, así que evidentemente estaban siguiéndolos.” El 18 de mayo de 1978 era un día de fiesta en Uruguay. “La nena estaba pidiendo que quería ir al parque, decidieron llevarla. Para ir al parque Rodó tenían que tomar dos colectivos. Cuando bajan de uno para subirse a otro, los rodean tres coches, los encapuchan, a mi yerno lo suben a un auto y a mi hija y a mi nieta los ponen en otro.”
La búsqueda
Elsa viajó a Uruguay. Viajó con su consuegro Ernesto José Logares, viajó sola. Para el Mundial, creyeron que la detención podía ser transitoria. Los buscaron en cárceles, pasaron por el departamento de los hijos, donde no estaban los dólares que ellos guardaban para la casa. Tampoco estaba la valija con la ropa de Paula que Mónica tenía abajo de una cama. En Buenos Aires buscó sacerdotes y monjas que trabajaban con presos en Uruguay. Vio al vicario castrense Emilio Graselli, que llegó a decirle que se olvidara de su hija: “Usted vio cómo es esto, señora”, dijo Graselli. “Agarran un Hércules, se vienen entre gallos y medianoche; cuando lleguen acá yo le llevo a la nena, pero olvídense de los padres.” Perfecto, dijo ella. Y llamó una vez por semana: “Para Graselli, Paula era la uruguayita, siempre me decía: ‘No tengo noticias’, hasta que un buen día dejé de llamar”.
Hizo igual en Buenos Aires. Recorrió colegios, hospitales. Una vez llegó a La Plata, en un juzgado se encontró con las primeras Abuelas de Plaza de Mayo, entre las que estaban María Isabel Chorobick de Mariani y Licha de la Cuadra. La invitaron a sumarse a una audiencia, le dijeron que sola no iba a llegar a ningún lado.
Algunas abuelas se camuflaron de inquilinas para averiguar el lugar en donde vivía Paula. Su abuela, durante un año y medio, no estuvo en la casa, sino haciendo rondas en torno de la casa nueva, que estaba a unas cuadras de Chacarita. Viajaba todos los días desde Banfield: “Venía a Chacarita a hacer las compras cotidianas, justo frente a la casa había una verdulería; los abogados me pedían datos: datos físicos, partida de nacimiento, nombre y apellido, un montón de cosas, y nosotros sólo sabíamos que se llamaba Paula y la apropiadora era Raquel Teresa Mendiondo”.
Así la vio por primera vez: “Y ver a la nena la primera vez fue un shock”, dijo. “Porque era idéntica a mi hija a los siete años, pero con un guardapolvo preescolar cuando tenía que estar en primaria.” ¿Pero qué pasa?, se preguntó. ¿Entonces, no es ella? Una de sus cuñadas viajó para hacer el chequeo. Cuando pasó por al lado, la reconoció y pegó un grito tan fuerte que Paula se metió adentro de la casa.
Un dato a rescatar era el colegio. Elsa se aprendió los números de la patente del micro. Un día lo siguió, pero terminó atrás de otro. Después, le faltaba lo más difícil, dijo: confirmar el apellido. Le pidió a su marido que lo hiciera. Y encontraron una situación sencilla. Ese día, Paula subía y bajaba del micro.
“¡Te vas a caer! –le dijo él–. ¡Te digo que te vas a caer!”
Ella se cayó, se golpeó y él se sentó con ella en el asiento del micro: “Mirá –le dijo el marido–, si en ese momento me decía abelo, se me caían los pantalones”, porque así lo llamaba Paula a los dos años. El apellido, por fin, lo encontró una de sus hijas un día camino a la escuela. Ella se acercó a Paula, le preguntó el nombre y después el apellido. Paula se lo dijo. “En ningún momento me miró –dijo esa chica”–, todo el tiempo miró el suelo, pero contestó serenamente como si hubiese sabido lo que significaba eso para ella.” Cuando tuvieron el nombre, “yo hablé con mis abogadas, y les dije: ‘No soporto más no hablarle, no poder decir nada, así que ahora quisiera verla frente a un juez, ya no me pidan más, tienen todo lo que me pidieron, así que no me acerco más’”.
La recuperación
Para la recuperación faltó mucho y pasó mucho. El 13 de diciembre de 1984, las Abuelas hicieron la primera denuncia, pero para que el juez ordenara el allanamiento, Chicha Mariani tuvo que decirle que, si pasaba algo con la niña, la responsabilidad iba a ser suya.
Cuando tuvieron los papeles, se dieron cuenta de que la niña estaba inscripta con dos años menos. Que para probar que era quien ellas decían que era se necesitaban radiografías y placas odontológicas. Los jueces no las hicieron. Tuvieron que esperar la designación de un nuevo juez para avanzar, y cuando lo lograron se dieron cuenta de que el apropiador había conseguido que los peritos del Cuerpo Médico Forense replicaran su mapa genético. Paula tenía un “estrés de guerra”, algo que le había hecho retardar el crecimiento por el golpe traumático. Tenía problemas de relación con los niños de preescolar y su único vínculo era con una niña discapacitada de su edificio. En junio de 1984, se hizo las muestras de sangre en el Durán con las nuevas tecnologías de ADN. Fue la primera nieta recuperada con esa identificación. Pese al resultado, el juez de la primera instancia les aseguró que no se las iba a devolver hasta que no se resolviera la cuestión de fondo. El 12 de diciembre de ese año la restitución la hizo la Cámara de Casación. Elsa se sentó por primera vez al lado de Paula para decirle que era su abuela: “¡Vos no sos nada mío, yo no te conozco!”, le descargó Paula.
–Soy tu abuela, te estuve buscando todos estos años.
–Es mentira –le dijo Paula–: vos estás loca y lo que querés es romper nuestro hogar y jodernos la vida a nosotros.
–¿Sabés cómo se llamaba tu mamá? –le dijo después, y empezó a contarle la historia. Elsa dijo que Paula se puso a llorar, y se durmió durante hora y media. Que después no lloró más. Y que lloró felizmente a los quince días. Que una vez le pidió la ropa de ella, de cuando era chica. Que Elsa se la dio. Que Paula le dijo entonces que una vez se la pidió a su apropiadora. Que ella le había dicho que no la tenía, que se la había dado a los chicos pobres. Que se lo preguntó otra vez. Y le dijo “egoísta”. Y se lo preguntó otra vez más. Y ahí le dijo “egoísta”, y le pegó una cachetada.
Mientras salía del juzgado les hizo prometer a sus abuelos una cosa: que iban a comprarle el Billiken todos los lunes.
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