Fue una de las primeras nietas restituidas, pese a ello, a Jorgelina Molina Planas le llevó 26 años recuperar su verdadera identidad
A Jorgelina Paula Molina Planas le llevó 26 años recuperar su verdadera identidad
Por Horacio Aranda Gamboa
Fue una de las primeras nietas restituidas tras el retorno de la democracia, pese a ello, a Jorgelina Paula Molina Planas le llevó 26 años recuperar su verdadera identidad
Las pinturas, los acrílicos y dibujos que penden de las paredes y se multiplican, poseen una belleza de formas y colores inusuales. Son un conjunto de historias que van relatando el horror de una niña de tan sólo 3 años y medio, abandonada en un orfanato. Hablan de su soledad, del llanto. Describen la muerte y la desaparición de sus padres, de cómo debió juntar los pedazos hasta volver a saber quién era. A simple vista, su historia no es simple, ni lineal, tiene matices, como sus cuadros, que pasan de lo oscuro a la luminosidad y que son su carta de presentación.
“Cuando fui entregada en adopción el único modo que encontré para expresar lo que vivía fue a través del dibujo y la pintura”, dice ahora Jorgelina Paula Molina Planas, una de las primeras nietas restituidas en el año 1984. Sostiene que todo ese transitar a través del arte debió ser “mediante códigos, para que mis padres adoptivos no supieran lo que estaba queriendo decir; entonces usaba símbolos, cosas abstractas para no decir y decir al mismo tiempo, y ese fue el único modo que encontré para no terminar enfermándome”.
Sobre una de las repisas del living descansan dos tarjetas navideñas confeccionadas a mano y que denotan un trazo semejante y firme. La primera data de la Navidad de 1999 y está firmada por Carolina Sala, su nombre antiguo, el que le impusieron los padres adoptivos. La segunda se remonta al año 1972 y lleva estampado el nombre de Cristina Isabel Planas, su madre biológica, quien en ese momento se encontraba detenida como presa política en el penal de Rawson. La similitud entre ambas tarjetas es evidente, y el regalo –atesorado por un familiar– terminó llegando a sus manos como un regalo inesperado de la vida.
Mientras la mujer comienza a relatar su historia sentada a la mesa de su casa de San Fernando, su hijo de tan solo 1 año deambula por las habitaciones o va emitiendo golpecitos suaves que llegan desde la puerta de la cocina. La joven observa la escena y se vuelve como pidiendo comprensión mientras sus labios dejan escapar una sonrisa de complicidad. Lo cierto es que hasta llegar a este presente de plenitud, Jorgelina debió atravesar un extenso territorio de soledades, angustias, manipulaciones y mentiras.
Su historia se comenzó a desgranar el 15 de mayo de 1977 cuando fuerzas conjuntas llevaron a cabo un operativo en una vivienda de la localidad bonaerense de Lanús en la que iban a ser capturados cinco integrantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y entre los que se encontraba Cristina. De ella nunca se volvería a tener noticias y a la fecha figura como desaparecida. Antes de que se la llevaran, su madre la entregó a una mujer que la cuidaba.
Tres años antes, el 12 de agosto de 1974, su padre, José María Molina, integrante de la misma organización armada, era fusilado por el Ejército tras protagonizar el intento de copamiento fallido del regimiento de Capilla del Rosario en la provincia de Catamarca.
Con la bebé en su poder, la mujer a la que había sido entregada en guarda realizó una serie de intentos en pos de dar con el resto de su familia hasta que finalmente decidió entregarla a la Justicia.
Ya en manos de la jueza Delia Pons, titular del Juzgado Nº 1 de Menores de Lomas de Zamora, la niña sería derivada a un orfanato donde iba a permanecer por espacio de seis meses. En ese lapso, Pons nunca se tomó la molestia de rastrear a su familia biológica. “Ella tenía la idea de que ningún hijo de ‘subversivos’ debía ser criado por su familia de origen, sino que debían ser dados en adopción, y ahí es donde se ve el tema del plan sistemático”, cuenta hoy Jorgelina, y agrega que “una vez que me llevan al hogar me otorgan en tránsito a una familia de un oficial de la Fuerza Aérea, quien me venía a visitar, me llevaba a pasear y el que comienza a investigar para ver si podía encontrar a mi familia. Pronto se da cuenta que yo tenía papeles falsos –debido al pase a la clandestinidad de mis padres–, y cuando se lo dice a la jueza ésta le advierte que me entregará en adopción a una familia, la que me cambiará el nombre”.
Mientras todo esto sucedía, su abuela paterna, Ana Taleb de Molina, exiliada en Suecia, comienza una búsqueda incesante para dar con su paradero, la que no abandonará hasta el día de su muerte. Años más tarde se sumará a esa búsqueda su hermano Damián, cinco años mayor que ella e hijo de una ex pareja de su madre.
El 11 de octubre de 1977 finalmente la Justicia la entrega en adopción a un matrimonio conformado por una profesora de biología y un ingeniero civil, impedidos de tener hijos propios. Jorgelina Paula Planas, apellido con que la había anotado su mamá, pasa a llamarse Carolina Sala, y a partir de ahí la niña, junto a su nuevo hermano Fernando, otro hijo adoptado, comienza a vivir una historia plagada de ocultamientos y mentiras.
“Sentía que había llegado a ellos como una cosa que venía a ocupar un agujero de los hijos que no habían podido tener y mi madre adoptiva, una mujer obsesiva, posesiva y sobreprotectora, depositó en mí todas sus frustraciones”, y recuerda que el matrimonio se refería a sus padres biológicos “en un tono despectivo, decían que ‘eran guerrilleros y que ponían bombas’ y que gracias a ellos yo no iba a ser así” y que si algún día alguien me buscaba, ellos me iban a cuidar para que eso no sucediera.
En 1984, la infatigable búsqueda de Ana Taleb de Molina y de Abuelas de Plaza de Mayo terminó dando frutos, formalmente Jorgelina pasó a ser una nieta restituida. En abril de 1996, como un modo de buscar la paz interior que nunca había tenido, la joven ingresa a la congregación de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, donde va a permanecer por el lapso de seis años. En 1992, y sin siquiera poder darle un abrazo, fallece su abuela en Suecia.
El ingreso al convento y el impulso de las monjas la llevan a tender un puente con su historia y un mes más tarde se terminará encontrando con su hermano Damián, al que le había rehuido durante todos esos años. De ahí a reencontrarse con el resto de la familia hubo sólo un tranco.
En el año 2002 Jorgelina abandona el convento y conoce a Antonio, quien a la postre se convertiría en su marido y en el padre de sus tres hijos, Ignacio, Camila y Juan Manuel. La muerte de su madre adoptiva, ocurrida en el año 2009 y crisis mediante, le otorga una sensación de libertad, y pese al temor de la reacción de su familia de adopción, un año después y a veintiséis de hacer sido restituida, decide desandar el largo y doloroso camino recorrido y regresar a su nombre de origen. En medio de toda esa situación, desde Suecia, recibió un regalo que la ayudará a acelerar el proceso. Uno de sus primos de viaje por ese país regresa con una valija repleta de cartas y fotos de su abuela que yacían en un placard cerrado con llave, las que relatan el largo periplo de Ana en pos de reencontrase con ella.
“Al leer esas cartas pude ver el amor de mi abuela, supe de su búsqueda incansable, de su perseverancia, de su lucidez”, y con un dejo de melancolía agrega que pudo percibir “su dolor y entender que lo único que quería era darme un abrazo y comprendí que ningún ser humano que me quisiese bien le podía negar esa posibilidad”.
Antes de despedirse, Jorgelina refiere que cuando mira hacia el pasado logra ver a una niña de 3 años y medio sentada sola y sin entender, a la que envolviendo entre sus brazos sólo atinaría a decirle “quedate tranquila que vas a tener una nueva vida”, dice esto y se marcha tranquila caminando despacio, segura de que el futuro está aquí y llegó para quedarse.
Muestra en Pilar: “G.I.R. - Geografías Interiores. Reconstrucción”
La relación de Molina Planas con el arte está estrechamente vinculada a su familia: “Mi madre era muy creativa y tenía una natural sensibilidad con las artes plásticas”, y su padre, de quien dice haber recibido menos información, “estudió arquitectura y era muy apasionado y disciplinado”.
Una vez reencontrada con su historia, en agosto del año pasado y junto a otras artistas hijas de desaparecidos, ideó una muestra a la que dio en llamar “Familias Q’HEridas” que tuvo lugar en el Centro Cultural Recoleta con enorme aceptación.
En la actualidad, la artista cuya obra sorprende por su potencia expresiva y sus colores destellantes, trabaja en una nueva exposición a la que denominó “G.I.R. - Geografías Interiores. Reconstrucción”, cuya inauguración tendrá lugar el próximo 10 de noviembre a las 17 en la Casa de la Memoria de Pilar, ubicada en San Martín 891 de esa localidad, y que se extenderá hasta el 8 de diciembre.
La muestra, que cuenta con el aval de Abuelas de Plaza de Mayo, está compuesta por pinturas, dibujos, collages, fotografías, documentos y cartas personales que permitirán un recorrido biográfico y artístico sobre el proceso de reconstrucción de su identidad.
A Jorgelina Paula Molina Planas le llevó 26 años recuperar su verdadera identidad
Por Horacio Aranda Gamboa
Fue una de las primeras nietas restituidas tras el retorno de la democracia, pese a ello, a Jorgelina Paula Molina Planas le llevó 26 años recuperar su verdadera identidad
Las pinturas, los acrílicos y dibujos que penden de las paredes y se multiplican, poseen una belleza de formas y colores inusuales. Son un conjunto de historias que van relatando el horror de una niña de tan sólo 3 años y medio, abandonada en un orfanato. Hablan de su soledad, del llanto. Describen la muerte y la desaparición de sus padres, de cómo debió juntar los pedazos hasta volver a saber quién era. A simple vista, su historia no es simple, ni lineal, tiene matices, como sus cuadros, que pasan de lo oscuro a la luminosidad y que son su carta de presentación.
“Cuando fui entregada en adopción el único modo que encontré para expresar lo que vivía fue a través del dibujo y la pintura”, dice ahora Jorgelina Paula Molina Planas, una de las primeras nietas restituidas en el año 1984. Sostiene que todo ese transitar a través del arte debió ser “mediante códigos, para que mis padres adoptivos no supieran lo que estaba queriendo decir; entonces usaba símbolos, cosas abstractas para no decir y decir al mismo tiempo, y ese fue el único modo que encontré para no terminar enfermándome”.
Sobre una de las repisas del living descansan dos tarjetas navideñas confeccionadas a mano y que denotan un trazo semejante y firme. La primera data de la Navidad de 1999 y está firmada por Carolina Sala, su nombre antiguo, el que le impusieron los padres adoptivos. La segunda se remonta al año 1972 y lleva estampado el nombre de Cristina Isabel Planas, su madre biológica, quien en ese momento se encontraba detenida como presa política en el penal de Rawson. La similitud entre ambas tarjetas es evidente, y el regalo –atesorado por un familiar– terminó llegando a sus manos como un regalo inesperado de la vida.
Mientras la mujer comienza a relatar su historia sentada a la mesa de su casa de San Fernando, su hijo de tan solo 1 año deambula por las habitaciones o va emitiendo golpecitos suaves que llegan desde la puerta de la cocina. La joven observa la escena y se vuelve como pidiendo comprensión mientras sus labios dejan escapar una sonrisa de complicidad. Lo cierto es que hasta llegar a este presente de plenitud, Jorgelina debió atravesar un extenso territorio de soledades, angustias, manipulaciones y mentiras.
Su historia se comenzó a desgranar el 15 de mayo de 1977 cuando fuerzas conjuntas llevaron a cabo un operativo en una vivienda de la localidad bonaerense de Lanús en la que iban a ser capturados cinco integrantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y entre los que se encontraba Cristina. De ella nunca se volvería a tener noticias y a la fecha figura como desaparecida. Antes de que se la llevaran, su madre la entregó a una mujer que la cuidaba.
Tres años antes, el 12 de agosto de 1974, su padre, José María Molina, integrante de la misma organización armada, era fusilado por el Ejército tras protagonizar el intento de copamiento fallido del regimiento de Capilla del Rosario en la provincia de Catamarca.
Con la bebé en su poder, la mujer a la que había sido entregada en guarda realizó una serie de intentos en pos de dar con el resto de su familia hasta que finalmente decidió entregarla a la Justicia.
Ya en manos de la jueza Delia Pons, titular del Juzgado Nº 1 de Menores de Lomas de Zamora, la niña sería derivada a un orfanato donde iba a permanecer por espacio de seis meses. En ese lapso, Pons nunca se tomó la molestia de rastrear a su familia biológica. “Ella tenía la idea de que ningún hijo de ‘subversivos’ debía ser criado por su familia de origen, sino que debían ser dados en adopción, y ahí es donde se ve el tema del plan sistemático”, cuenta hoy Jorgelina, y agrega que “una vez que me llevan al hogar me otorgan en tránsito a una familia de un oficial de la Fuerza Aérea, quien me venía a visitar, me llevaba a pasear y el que comienza a investigar para ver si podía encontrar a mi familia. Pronto se da cuenta que yo tenía papeles falsos –debido al pase a la clandestinidad de mis padres–, y cuando se lo dice a la jueza ésta le advierte que me entregará en adopción a una familia, la que me cambiará el nombre”.
Mientras todo esto sucedía, su abuela paterna, Ana Taleb de Molina, exiliada en Suecia, comienza una búsqueda incesante para dar con su paradero, la que no abandonará hasta el día de su muerte. Años más tarde se sumará a esa búsqueda su hermano Damián, cinco años mayor que ella e hijo de una ex pareja de su madre.
El 11 de octubre de 1977 finalmente la Justicia la entrega en adopción a un matrimonio conformado por una profesora de biología y un ingeniero civil, impedidos de tener hijos propios. Jorgelina Paula Planas, apellido con que la había anotado su mamá, pasa a llamarse Carolina Sala, y a partir de ahí la niña, junto a su nuevo hermano Fernando, otro hijo adoptado, comienza a vivir una historia plagada de ocultamientos y mentiras.
“Sentía que había llegado a ellos como una cosa que venía a ocupar un agujero de los hijos que no habían podido tener y mi madre adoptiva, una mujer obsesiva, posesiva y sobreprotectora, depositó en mí todas sus frustraciones”, y recuerda que el matrimonio se refería a sus padres biológicos “en un tono despectivo, decían que ‘eran guerrilleros y que ponían bombas’ y que gracias a ellos yo no iba a ser así” y que si algún día alguien me buscaba, ellos me iban a cuidar para que eso no sucediera.
En 1984, la infatigable búsqueda de Ana Taleb de Molina y de Abuelas de Plaza de Mayo terminó dando frutos, formalmente Jorgelina pasó a ser una nieta restituida. En abril de 1996, como un modo de buscar la paz interior que nunca había tenido, la joven ingresa a la congregación de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, donde va a permanecer por el lapso de seis años. En 1992, y sin siquiera poder darle un abrazo, fallece su abuela en Suecia.
El ingreso al convento y el impulso de las monjas la llevan a tender un puente con su historia y un mes más tarde se terminará encontrando con su hermano Damián, al que le había rehuido durante todos esos años. De ahí a reencontrarse con el resto de la familia hubo sólo un tranco.
En el año 2002 Jorgelina abandona el convento y conoce a Antonio, quien a la postre se convertiría en su marido y en el padre de sus tres hijos, Ignacio, Camila y Juan Manuel. La muerte de su madre adoptiva, ocurrida en el año 2009 y crisis mediante, le otorga una sensación de libertad, y pese al temor de la reacción de su familia de adopción, un año después y a veintiséis de hacer sido restituida, decide desandar el largo y doloroso camino recorrido y regresar a su nombre de origen. En medio de toda esa situación, desde Suecia, recibió un regalo que la ayudará a acelerar el proceso. Uno de sus primos de viaje por ese país regresa con una valija repleta de cartas y fotos de su abuela que yacían en un placard cerrado con llave, las que relatan el largo periplo de Ana en pos de reencontrase con ella.
“Al leer esas cartas pude ver el amor de mi abuela, supe de su búsqueda incansable, de su perseverancia, de su lucidez”, y con un dejo de melancolía agrega que pudo percibir “su dolor y entender que lo único que quería era darme un abrazo y comprendí que ningún ser humano que me quisiese bien le podía negar esa posibilidad”.
Antes de despedirse, Jorgelina refiere que cuando mira hacia el pasado logra ver a una niña de 3 años y medio sentada sola y sin entender, a la que envolviendo entre sus brazos sólo atinaría a decirle “quedate tranquila que vas a tener una nueva vida”, dice esto y se marcha tranquila caminando despacio, segura de que el futuro está aquí y llegó para quedarse.
Muestra en Pilar: “G.I.R. - Geografías Interiores. Reconstrucción”
La relación de Molina Planas con el arte está estrechamente vinculada a su familia: “Mi madre era muy creativa y tenía una natural sensibilidad con las artes plásticas”, y su padre, de quien dice haber recibido menos información, “estudió arquitectura y era muy apasionado y disciplinado”.
Una vez reencontrada con su historia, en agosto del año pasado y junto a otras artistas hijas de desaparecidos, ideó una muestra a la que dio en llamar “Familias Q’HEridas” que tuvo lugar en el Centro Cultural Recoleta con enorme aceptación.
En la actualidad, la artista cuya obra sorprende por su potencia expresiva y sus colores destellantes, trabaja en una nueva exposición a la que denominó “G.I.R. - Geografías Interiores. Reconstrucción”, cuya inauguración tendrá lugar el próximo 10 de noviembre a las 17 en la Casa de la Memoria de Pilar, ubicada en San Martín 891 de esa localidad, y que se extenderá hasta el 8 de diciembre.
La muestra, que cuenta con el aval de Abuelas de Plaza de Mayo, está compuesta por pinturas, dibujos, collages, fotografías, documentos y cartas personales que permitirán un recorrido biográfico y artístico sobre el proceso de reconstrucción de su identidad.
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